En el pasaje del Evangelio de hoy se relata un momento de la vida de Jesús un poco... chungo. Hablaba Jesús a sus vecinos de que para Dios todos somos hijos, incluso los no judíos; y ellos, que se creían los únicos y los preferidos de Dios, se enfadaron mucho con Él por eso. ¡¡Hasta quisieron matarle tirándolo por un barranco!!
Él quería darles a entender que todos contamos para Dios, sin excluir a nadie de nadie. Ellos, los del pueblo judío, se consideraban el único pueblo escogido y amado por Dios y Jesús les dijo que nanai de la China, que eso no era así. Ni ellos ni nadie tienen derecho a excluir a otros del cariño y la bondad de Dios. Ni ellos ni nadie tienen derecho a embotellar o enlatar a Dios como un "gran reserva" sólo para degustación de unos pocos.
Contra el corazón de piedra y egoísta de los judíos, Jesús ofrece un corazón grande y para todos sin excepción, que es el corazón de Dios. Y ese Jesús, ese "Hijo del carpintero" es el que nos talla, el que nos configura, a modo de corazón, a modo de amor, para que en nuestro corazón también puedan caber todos holgadamente, no como en una lata de sardinas.
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